Ruth Hernández y Alfonso Blanco han vivido muy de cerca del drama de la migración. Conocen muchas de las historias que hay detrás de decenas de jóvenes, que después de un largo viaje por el continente africano y tras una última parada en Marruecos, deciden pagar a las mafias para subirse en una embarcación repleta a la par de sueños y miedos por el futuro que les depara la travesía. Saben que de esa forma llegan a Europa, pero lo que desconocen es que su destino no es el continente sino Fuerteventura, una pequeña isla en medio del Océano Atlántico.
Muchos de esos jóvenes, un total de 76, conocen muy bien los ojos de Ruth y Alfonso. También sus sonrisas, que pudieron conocer antes de que comenzara la pandemia. Después tuvieron que permanecer escondidas tras la mascarilla por culpa de la Covid-19. Y ya no las verán de nuevo. No, al menos, vistiendo el chaleco de Cruz Roja.
El 26 de mayo de 2020 se les comunicó su despido disciplinario, según la carta que les entregó la entidad en su propia sede, por gritar, humillar y faltar el respeto a una compañera y a los usuarios. Una carta sin una firma legible, tan solo un garabato pixelado que acababa de golpe y porrazo con tres meses de intenso trabajo en el albergue de Tefía. Trabajo en el que, según la misiva, había desprecio, imposición de normas y omisión de información importante hacia una compañera. Irónicamente, para Alfonso y Ruth, ese había sido uno de los mejores trabajos de sus vidas.
Seis días antes, se había producido en Cruz Roja una reunión a petición de los dos afectados. Había surgido algún roce con una compañera y un pequeño grupo de usuarios como consecuencia de la descoordinación en el albergue. Por ello, solicitaron hablar con la responsable del Programa de Ayuda Humanitaria y la Referente de Intervención Social y Voluntariado de la oficina insular de Cruz Roja Fuerteventura. “El objetivo de ese encuentro era pedir que hubiera mayor presencia de nuestros jefes en Tefía, necesitábamos un cabeza visible, alguien que coordinara todo el trabajo que allí se realizaba”, explica Ruth a Fuerteventura Hoy.
En ese momento trabajaban en el albergue seis personas. Recuerdan que durante tres meses apenas hubo tres visitas presenciales de las dos responsables, “todo el trabajo lo hacían a distancia, a través del teléfono”, añade Alfonso.
Todo iba bien hasta que se produjo esa reunión, de la que, dicen, no salieron muy contentos. “No estaban al tanto del funcionamiento del albergue, ni cómo trabajábamos los diferentes compañeros. Nuestra única intención es que conocieran el trabajo y, para eso, era necesario que estuvieran allí”, recuerda Ruth.
Alfonso, con amplia experiencia en voluntariado en España y como cooperante en el Congo, dejó su Asturias natal después de viajar durante una semana a Canarias como voluntario de la entidad. “En uno de esos viajes me enteré de que buscaban a alguien para contratar en Cruz Roja Fuerteventura, tenía que hablar francés, poseer el carné de conducir y conocer el trabajo”. Era la persona ideal para el puesto y lo contrataron.
Cruz Roja le prometió que le ayudaría en todo, no en vano había dejado toda su vida en Asturias para vivir en Fuerteventura, donde no conocía a nadie. A pesar del cambio que suponía para él, a principios de marzo Alfonso ya trabajaba en Tefía junto a Ruth, contratada tan solo un mes antes por su amplia experiencia en temas sociales.
El día a día transcurría entre las labores lógicas de un espacio de acogida. Había que organizar las comidas, la limpieza de las sábanas y habitaciones, y realizar actividades para que poco a poco los usuarios comenzaran a aprender el español. Los mayores problemas a los que tenían que enfrentarse esos días eran los cortes de agua en momentos puntuales, que obligaba a llenar cubos para poder lavar los calderos, o la falta de agua caliente. Todo iba bien hasta que el 14 de marzo el Gobierno del Estado decreta el estado de alarma.
A partir de ese momento y con el aumento de las restricciones, los usuarios del albergue no pueden salir de las instalaciones. Ni siquiera para comprar comida, como el resto de los ciudadanos. Además, comienza el ramadán y sus costumbres cambian.
Alfonso recuerda que trataban de explicarles su situación en Tefía como usuarios de Cruz Roja que se habían visto afectados por la pandemia, pero ellos no terminaban de comprenderla. “Éramos las únicas personas a las que veían, solo a nosotros y a los que traían el agua y la comida. Son muchos días encerrados y vienen con un sueño, moverse y encontrar trabajo para enviar dinero a sus familias”.
Con un largo confinamiento y la impotencia de no poder alcanzar su objetivo por una situación que no entraba en sus planes, los trabajadores de Cruz Roja trataban de hacer sus jornadas más fáciles y entretenidas. “Intentábamos tener toda la empatía posible, teniendo en cuenta su situación y sabiendo que algo tan banal como quedarse sin wifi era, para ellos, uno de los momentos más dramáticos porque no podían comunicarse con sus familias”, recuerda Ruth.
Durante ese período, que en su memoria guardan como el más complejo de aquellos meses por todos los condicionantes a los que tuvieron que enfrentarse, labores como poner la lavadora o tender las sábanas eran ideales para poder trabar una relación más estrecha con ellos. Sin la posibilidad de salir del albergue o de realizar actividades como hasta el momento, a Alfonso y Ruth solo pensaban en que existe la creencia de que los migrantes son emisores de enfermedades, porque vienen de lugares donde hay otras diferentes, y más aún con la existencia de la Covid-19. Sin embargo, los usuarios del albergue ya habían pasado una cuarentena y los únicos que podían entrar y salir de las instalaciones eran los propios trabajadores.
Alfonso, que era el único de los trabajadores que hablaba francés y podía comunicarse con fluidez con los usuarios del albergue, por lo que tuvo que asumir mayor responsabilidad. De él dependían el control de citas y visitas médicas a las que tenía que asistir para traducir a la doctora voluntaria, pero también, los momentos en los que era necesario hablar con un tono más formal con algún usuario. “Esa fue una de las ocasiones en las que pudimos verlas en el albergue, justo detrás de mí, para dar una imagen de respeto y advertencia al resto, evitando así que repitieran el comportamiento o acción que había provocado su presencia allí”, explica.
La responsable del Programa de Ayuda Humanitaria y la Referente de Intervención Social y Voluntariado de la oficina insular de Cruz Roja Fuerteventura no hablaban francés por lo que necesitaban a Alfonso como interlocutor con los migrantes. Y tanto él como Ruth, se convirtieron en los encargados de recibir a los migrantes que llegaron al albergue durante esos tres meses. Hablaban con ellos, escuchaban sus historias y trataban de averiguar cómo habían llegado. De esta forma se podía saber si tenían derecho a acogerse al asilo internacional. “Escucharlos es muy duro, te cuentan mucho más en esas entrevistas que durante su estancia en el albergue”, recuerdan.
En una situación nueva para todo el equipo de Cruz Roja, sobrepasado por la llegada de pateras, con un estado de alarma y el ramadán por medio, las decisiones se tomaban casi en cada turno. Dejando sin efecto lo que se había decidido solo ocho horas antes y tras una llamada de teléfono, sin que nadie de la organización visitara las instalaciones para corroborar lo que allí estaba sucediendo.
Una falta de organización que llegó a reflejarse, incluso, en algunas de las actitudes de una de las trabajadoras. “No podemos olvidar que Cruz Roja es una entidad aconfesional y apolítica, donde deben tener cabida todas las creencias, expresiones de sexualidades y pensamientos”, manifestó Alfonso.
Se refiere a una costumbre habitual entre algunos de los migrantes de cogerse la mano sin ningún tipo de connotación sexual o amorosa. Tan solo por el simple hecho de mostrar cariño o afecto, de comprensión y de apoyo a otra persona que también está pasando por uno de los momentos más complicados de su vida. Gesto que una de sus compañeras rechazaba y se lo hacía saber abiertamente, llevando a confusión a los migrantes que veían en los ‘chalecos rojos’ un referente y, por tanto, alguien a quien hacer caso pese a que contradecía sus costumbres.
Recuerda Ruth que “ellos se abrazaban e iban de la mano por el patio. Para nosotros era un gesto muy bonito, teniendo en cuenta que llevan años separados de sus familias. No está bien que una compañera, por sus creencias, les dijera que se tenían que soltar la mano”.
Estas llamadas de atención y las fricciones surgidas en el ámbito del trabajo, unido que Alfonso tuvo que mantener conversaciones con varios migrantes relativas a algún comportamiento no demasiado adecuado, llevó a estos dos trabajadores a pedir la reunión con sus superioras. Reunión que finalizó una semana más tarde con su despido por acoso a una de sus compañeras y algunos usuarios del albergue de Tefía.
Ruth y Alfonso decidieron denunciar ante la justicia lo que consideraron un despido improcedente. “Nos tachan de maltratadores, pero es Cruz Roja quien nos ha maltratado a nosotros”, dicen, y añaden que nunca se puso en marcha el protocolo de acoso laboral de la entidad. Algo que tenía que haber sucedido si realmente se produjo el acoso por el que les despidieron.
El protocolo explica que, en el caso de ser denunciado por acoso, un Agente de Igualdad se pondrá en contacto con la persona denunciada. La Comisión Instructora, si lo estima oportuno, se reunirá con las partes por separado, cuantas veces sea necesario y levantando acta de las declaraciones. Si se confirma el acoso, pasará a fase formal, por lo que se entregaría un primer informe de conclusiones, así como copia de la denuncia y tras su estudio, se volverá a emitir un nuevo informe de conclusiones. Sin embargo, ninguno de esos procedimientos se llevó a cabo con Ruth y Alfonso.
El juicio nunca se llegó a celebrar, se alcanzó un acuerdo en el que Cruz Roja admitía el despido improcedente e indemnizaba a los dos trabajadores. Pero no es suficiente. Ruth y Alfonso creen que la entidad ha manchado sus nombres. Su intachable experiencia se ha visto perjudicada por un proceso en el que nunca debieron verse involucrados, “porque en todo momento intentamos hacer nuestro trabajo de la mejor manera posible”.
“Queremos que se sepa la injusticia que se ha cometido con nosotros, cómo es posible que Cruz Roja pueda hacer desaparecer a dos personas, silenciarnos así. Si pueden borrarnos a nosotros, que tenemos aquí nuestra vida, más fácil van a silenciar a una persona recién llegada sin ningún tipo de red de apoyo y que se enfrenta a todo el racismo social e institucional. Para la oficina de Cruz Roja Fuerteventura, los migrantes son solo números”, añaden.
Meses después siguen sin entender cómo pudieron comunicarse con los usuarios que apoyaron el testimonio de la trabajadora a la que presuntamente acosaban, teniendo en cuenta que ninguna de las dos responsables hablaba francés.
Lo que sí es cierto es que el trabajo por el que se dejaron la piel, el que disfrutaron a pesar de los momentos duros que tenían que experimentar, se convirtió en un proceso que aún no terminan de asimilar. “Nos va a costar mucho tiempo hacerlo”.
Sin embargo, pese a los malos momentos vividos se quedan con la satisfacción del cariño que la gran mayoría de migrantes con los que convivieron aquellos tres meses en Tefía. Aún mantienen el contacto con muchos de ellos, a pesar de que han abandonado Fuerteventura. Solo seis permanecen en la isla y cada vez son menos porque buscan una oportunidad fuera del archipiélago.
Confiesan que una vez pasó un tiempo prudencial después del despido y cuando había acabado el estado de alarma fueron a visitarlos a la plaza de Tefía. Sus ojos reflejan la emoción del recuerdo de aquel momento tan especial. “Nadie les había dicho que nos habían despedido y no se lo podían creer. Se volvieron como locos al vernos, estaban contentísimos y nosotros también, todos estábamos felices de poder volver a encontrarnos”.
Durante días, algunos de aquellos migrantes fueron hasta la sede de Cruz Roja en Puerto del Rosario a preguntar por qué les habían despedido, querían saber por qué nadie había hablado con ellos para preguntar por el trabajo que habían realizado Alfonso y Ruth. No entendían lo que había sucedido, por qué solo se entrevistó a seis usuarios de los 76 que vivían en Tefía, pero lo que sí pudieron comprender es por qué desde que ellos no estaban trabajando las cosas no iban bien en el albergue.
Alfonso y Ruth perdieron el que califican como el uno de los mejores trabajos de sus vidas, pero ganaron una experiencia vital que llevarán siempre consigo, que les ha hecho crecer como personas y profesionales, pero lo mejor que se llevan, sin duda, es el cariño de la inmensa mayoría de aquellas personas que abandonaron Fuerteventura para alcanzar su sueño en el continente.
Fuerteventura Hoy se ha puesto en contacto con la presidencia de Cruz Roja Fuerteventura para conocer su opinión sobre esta denuncia y amablemente han declinado nuestra invitación.