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‘Etiquetas’, por Ramón Doval

OPINIÓN
Cada vez que salimos a la calle, cada vez que llegamos al puesto de trabajo, cada vez que compramos, cada vez que vendemos, cada vez que pagamos impuestos, cada vez que nos manifestamos, cada vez que escribimos algo en Internet y cada vez que votamos somos paseantes en un centro comercial llamado mundo escogiendo la etiqueta con la que más nos identificamos. Seamos libres por una vez y no nos engañemos. Nos encantan las etiquetas. Nos encanta pegarlas y sellarlas en los demás. ¿No juzguéis y no seréis juzgados?.
Por favor, no existiría moral ni visión del mundo sin juicios de valor. Lo que nos enfada y enerva son las etiquetas que los otros nos asignan porque no se corresponden con lo especiales y únicos que creemos ser. Este es el siglo XXI, por Dios y por Satán, gracias a Internet el mundo está plagado de únicos sin etiquetas. Si somos tan sublimes y únicos, ¿por qué siguen existiendo tantas religiones, tantas corporaciones de consumo, tantas colas en cines y discotecas, tantas tertulias debatiendo (más bien rebuznando, y me perdonen los pollinos) sobre los mismos temas, tantos viajes hacia los mismos lugares y tanto comentario matutino de “estoy de lunes”? Nunca fui el más listo de la clase pero a mi todo esto me suena a seguir corrientes que ninguno de nosotros ha inventado; me suena a dejarnos llevar por la inercia social sin un mínimo cuestionamiento sobre por qué lo hacemos.
Las etiquetas pretenden reflejar una serie de valores morales heroicos en meros productos. Las etiquetas son mentiras demasiado sobrevaloradas. El lenguaje de la mercadotecnia y la burocracia se ha apoderado del mundo civil de la misma forma que antaño se apoderaron de él las religiones monoteístas y las imposiciones de los imperios. Se nos olvida ser personas porque ¿quién demonios quiere ser una simple persona?. Más que personas queremos ser etiquetas en función de como sople el viento de la etiquetadora. ¿Persona yo?, ¿para qué?. ¡A mi nadie me paga por ser persona!. Los demás no me valoran por ser simple persona. Necesito una moda, una coyuntura, una tendencia propagada por los poderosos de turno para que los vulgos se distraigan y entretengan para asignarme la etiqueta de turno, la considerada correcta por la mayoría para sentirme algo en medio de la tediosa y mecánica nada del día a día. Ah, que fácil es jugar a ser importante y relevante en estos tiempos de redes sociales. Pero para creernos importantes y relevantes necesitamos etiquetarnos y que los demás lo vean. Eso sí, marcarnos con las etiquetas que han inventado los ideólogos políticos, las corporaciones y sus agencias de publicidad para poder burocratizarnos a nosotros mismos y encajar y destacar en lo que algunos llaman “orden social”.
El mundo se mueve mediante el poder y el dinero. La persona es insignificante. La pobre persona, como yo (hoy me he despertado llorica), sufre el desagradable inconveniente de la sociedad, ese grupo de personitas de un territorio que se mueve mediante patrones culturales y políticos heredados y que tienden a hacer lo mismo en los mismos lugares y al mismo tiempo. Esos patrones los fabrican los políticos gobernantes y los que controlan el mercado. Los capitostes corporativos y los gobernantes burócratas ya nos marcaron en su día como al ganado con sus etiquetas. Para ellos las personas ya no existen; las personas no son rentables. Lo que rentan son los etiquetados: los ciudadanos, los votantes, los contribuyentes, los trabajadores, los autónomos, los empresarios, los hombres, las mujeres, los homosexuales, los heterosexuales, los neutros, los de arriba, los de abajo, los de izquierdas, los de derechas, los médicos, los pacientes, los clasemedianos, los del Madrid, los del Barcelona, los españoles, los canarios, los catalanes independentistas, los catalanes no independentistas, los consumidores, los vendedores, los clientes, los peritos, los asegurados… ¡Gloriosas etiquetas más valiosas que la etiqueta “persona” o “ser humano”!. Si cada uno se librase de las etiquetas y fuese simple persona se acabaría la publicidad, la política, el sistema financiero. ¿Y por qué?. Porque las estructuras de poder respiran gracias a patrones de comportamiento que reducen a las personas a meros apuntes burocráticos y estadísticos. Consideran que todos los homosexuales o heteros, que todos los hombres y mujeres, que todos los pobres o clasemedianos son ovejas indistinguibles en el mismo rebaño. Gracias a las ovejas que balan en Internet en forma de influencers o “creadores de contenido”, los fabricantes de etiquetas, tanto en el mercado como en la política, concluyen que su estrategia acierta. Y sigue girando el círculo vicioso del mundo.
La vida de una persona es mucho más que una intención de voto o una serie de hábitos de consumo. La persona no es un impreso de la administración. Es un ser consciente (de acuerdo, algunas personas más que otras) que ama, que odia, que olvida, que recuerda, que se alegra, que se entristece, que se deprime, y que lidia con mayor o menor fortuna en un complejísimo mundo de intereses creados por élites del poder y del dinero cuyo único objetivo es perpetuarse y mutar como virus y cucarachas. Nada serían dichos tiranos si el resto, esa gran mayoría de personas que respira, trabaja, ama y desea se dejase de etiquetas.